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Madagascar (o que se mueran las feas)

por Sabeli Ceballos

Quise escribir una carta larga para la Juana, despidiéndome de ella, porque hace mucho que no la quiero, es decir, desde que se volvió fea. Volverse feo es algo que bien puede ser asunto de la rutina o de poco seso o de falta de alma; en el peor de los casos, de todo lo anterior.

No hay nada más espantoso que convivir con alguien con quien uno se sienta obligado al beso o al abrazo, a tener que reírse de sus chistes, y a salir con sus amigas, siempre compitiendo hipócritamente entre ellas. Por eso estoy pensando en escribirle a Juana; pero quiero hacerlo bien, no quiero que Juana se sienta mal por mi verdad, que no será -seguramente- la de ella. Quiero que sepa que mi verdad no la abarca solamente a ella, sino a todo el mar de feas que he conocido últimamente y que han arribado como náufragas a mi isla, después de haber sido aventadas por la borda de algún barco, los cuales las habrán tirado por buen gusto.

Voy a comezar diciéndole a Juana que su nombre no era tan feo como el hecho de querer que todos le llamasen Joana desde que a la maestra de inglés se le ocurrió llamarla así en sabe cuál práctica cursi de anglicismos. Eso fue patético, de entrada. Desde que ella me insinuó que la llamase Joana, comencé a mirarla de modo diferente, le vi la primera verruga en la punta de la nariz.

Juana era “chispa”, se carcajeaba generosamente y tenía la pechuga alegre (se sacudía vigorosamente al son de sus carcajadas); era una joven mujer suficientemente inteligente para sostener una charla amena y sustanciosa por más de una hora -todo un récord-. Eso, y que además era mimosa y cachonda, me hizo fijarme en ella, me sentía sutilmente admirado de su desparpajo auténtico, de esas chispas de ingenio que podía tener en los momentos más inesperados.

Seré honesto, Juana era, físicamente hablando, un número siete, un modelo de medio pelo, con los rasgos étnicos de la región, que a mí jamás me perturbaron en lo particular, pero que ella hacía más evidentes cuando trataba de imitar los maquillajes de la revista Vogue con productos Mary Kay. Ese afán cada día más denodado, me hizo verle salir un vello en el centro de la verruga, pues ni con Chanel ni Dior juntos hubiese podido llegar más allá de ser una mona, muy “mona”, vestida con un modelo Versacce taiwanés.

Charlar con ella era agradable si se tomaban en cuenta que hacía las veces de aprendiz mía, abriendo los ojos con cierta gracia al mostrarse sorprendida de lo que yo guardaba en mis anaqueles de conocimiento: un poco de cal, otro de arena, especias y los protocolos pícaros de los machos de mi género. Que yo me llamara a mí mismo “hembro” la ponía loca, era infalible para hacerla reír y ponerla en las brasas, como toda mujer del trópico.

“Yo sé de las mujeres porque soy un hembro”, le decía a la Juana, a lo que ella se reía como una admiradora coquetona. “Y no sólo eso. Soy además, un hembro único y bello”, agregaba. Juana se colgaba de mí, literalmente, como si tuviera a su alcance a Ricky Martin y, antes de que me le esfumara, se entregaba como toda admiradora adicta a la media. Ya lo dijo Voltaire, que la admiración es más tolerante que el amor, y quién mierda puede amar a quien no admira. Lo opuesto a la admiración es fealdad y desamor. Y esta es la razón por la que hoy me despido de la Juana.

Pobre Juana, ¡cómo diablos la odio por afearse! Fue una lenta caída que tuve el desagrado de presenciar. Todo empezó con esa pendejada de estudiar idiomas y luego cuando le dio por hacerse la literata conmigo, solo porque asistió a la presentación de un libro de cocina y otro de leyendas mayas.

Por afianzar su declive le dio por enumerarme las cualidades de Riquis, su nuevo vecino, un burguer boy “de tres pesos” que escuchaba a David Bisbal a todo volumen. Qué aburrición.

Luego le dio por hacer migas con dos chicas seudo rojillas que estudiaban literatura y no se cambiaban las playeras del Che Guevara…, ¡ah!, y la zafada aquella, pasante de sicología: magno grupo de arpías frustradas y mal vestidas, cuyo mayor placer era despellejar a otras arpías. Yo pensaba que ya no había nada que empeorara la imagen que tenía de ella, pero me sorprendió de nuevo cuando le dio por sacar a cenar a su familia con nosotros cada domingo. De más está decir que a mi bolsillo le parecía espantoso esto último. Pero vamos, yo hubiese cargado con todo si ella no hubiese tenido el mal gusto de querer ponerme el cuerno con uno de mis amigos. Y aun esto le hubiese perdonado si no le hubiese dado por hablar mientras comía, por carcajearse de los chismes malos de su maestro de filosofía y por usar brassieres Peter Pan como una adolescente y minifaldas de rockera descontinuada.

Dejó de sorprenderse, de ser auténtica, dejó de jugar a hacerme creer; dejé también de creer en ella. Se percudió y la vi babear incesantemente, hablando o -más bien- creyendo decir algo mientras manoteaba como un trozo de carne sin alma, sin su chispa única y humana. Se convirtió en un collage de sofisticada vulgaridad. Se afeó, ¡cómo se afeó la infeliz Juana!

Ay, yo estoy cansado de esta vida de feas, de este hoyo negro en la belleza de las mujeres.

Con los hombres es tolerable, como el caso de mi amigo “Cito” (“Escritorcito” le decimos, afectuosamente) que es feo por engreído e hipócrita; o como “El Pedigrí” que es banal e ignorante. Si bien son feos como el carajo, por lo menos no hay que ir con ellos a todas partes ni hacerles el amor después de haberlos visto haciendo alarde de fealdad.

Juana, hoy me voy a despedir de ti. Y si pudiera, te enviaría boletos para que lleves a tus amigas a Madagascar, allá seguramente nadie las menospreciaría entre tanto papión.