por Pedro Ramírez
Aún era de madrugada cuando los ojos se abrieron; cierta tranquilidad cobijaba la casa. El sueño había desaparecido y el ambiente exhalaba la muerte del tiempo: el ser frente a la eternidad. Todos los siglos se habían reunido en el presente y después de éste, acordaron que ningún segundo sería ya abortado.
Él ahí, en aquella pequeña cama, quieto, mudo, con la mirada fija en el techo que no veía. Por primera vez no tuvo prisa para levantarse… no se quitó las lagañas ni tuvo ganas de sexo.
La vida, toda ella, con sus tormentas y misterios, con sus guerras y sus besos, con su hambre y su belleza, con su fecundidad y su muerte, con su multitud de voces y su prudente silencio, había invadido el espacio y la soledad de aquel ser.
Él se dejó abrazar por la eternidad, sin hacer el menor movimiento: sólo un golpe en su interior, que primero fue una caricia; luego, una revolución. Los ojos abiertos, pero ciegos; el corazón agitado, conmovido. Él siempre quieto, dejándose amar por Ella, aunque sólo por un instante.
La vida lo tomó, acarició sus labios y le dio a probar el saber de la existencia; lo alimentó con un bálsamo hecho de sangre y de esperanzas. Desnudó su cuerpo. Recorrió su vientre y suspiró sobre su pecho. Con un beso buscó sacrificarlo. Él sintió cómo su piel se abría. Sus latidos luchaban contra el frió que los sujetaba. Por fin, una gota de sangre surcó concientemente su mejilla.
Él, en su quietud, por descuido o por fortuna, miró a los ojos de la vida. En ellos se reflejo el rostro de un niño, de un anciano. Millones de semblantes habitaban esa mirada. Por último, su propio rostro sin expresión, tenso, inmóvil, exangüe… Los ojos de la vida se cerraron, y él sintió cómo Ella se levantaba de prisa, cómo huía de la cama. Aún pudo percibir sus menudos pasos y observar cómo se arrojaba por la ventana.
En ese instante, se escuchó el sonido del despertador, mientras un tímido rayo de sol visitaba su cuerpo exhausto.