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Aria

Para Dinorah
“Cuando termina de oírse la música de Mozart, el silencio que sigue también es de Mozart.”
Sacha Guitry


A veces la vida nos regala un milagro. Después de escuchar la magistral interpretación de la Orquesta Mozart de Viena en el Teatro de la Ciudad, la hermana de un amigo compró unos discos compactos de Amadeus. Pero más admirable que eso resultó su decisión de comprar partituras: ella que había tocado música clásica en su juventud y que optó por abandonar esa práctica cuando la madurez le extendió otras exigencias. Este suceso, que en apariencia es tan insignificante, me hizo pensar en otras revelaciones del fin de semana; como por ejemplo, la de un coro que ensayaba en las instalaciones del Sindicato de Cargadores y Descargadores, cuyo descubrimiento me causó el mismo entusiasmo de hallar una errata en el diccionario. Esos avisos que Dios (Beethoven o Stravinsky, no sé cuál sea su auténtico nombre) coloca siempre en mi camino son también una forma de corroborar que para la felicidad se necesitan pocas cosas. Por otro lado, Mozart permitió reconciliarme con una infancia cuya importancia nunca he podido evadir. Hay personas que nunca terminan de traicionar por completo su pasado: me parece que me puedo incluir en ese grupo. Soy un caso perdido precisamente por haber vivido una niñez alucinante: quise al principio ser pintor, después escritor, después autor de tiras cómicas y por último, director de orquesta. A los ocho años, tomaba la antena del televisor como batuta y los imaginarios músicos interpretaban las melodías que espontáneamente salían de mis labios. En la primaria, mientras mis compañeros jugaban básquetbol o se golpeaban unos a otros, yo daba vueltas alrededor de un arriate para componer, en esa soledad, la música que me hacía feliz. Cualquier observador que tuviera tres neuronas en funcionamiento, hubiera calificado a ese comportamiento de “subnormal”. Quién sabe: no he sabido de ningún expediente psicológico mío de esos años. De todos modos, el concierto de Mozart de aquella noche renovó mi confianza en ese tipo de sueños viejos y auténticos. Si de algo me puedo sentir satisfecho es de que he sido lo que siempre he querido ser. A diferencia de mucha gente de mi generación, no me interesa hablar del trabajo y su mecánica frustrante. En lugar de eso, me escucho platicando sobre la niñez de Brahms o sobre los arranques creativos de Vivaldi a mitad de sus misas o sobre miles de cosas que he descubierto que me interesan mucho más que mi futuro laboral. Siento remordimientos, es verdad, cuando aterrizo sobre una realidad económicamente desalentadora, pero no tiendo a detenerme demasiado en ella porque siempre un compositor o un escritor se entromete en el instante necesario. Mi amiga Clara diría que eso es un “don”, yo no sé qué sea. En todo caso, sería una debilidad: como escribir, como leer, como conversar. No es fácil tener ciertas exigencias vitales (escribir mejor, leer más, hacerme de una buena fonoteca) en un mundo que te impone otras: estudiar una maestría, tener un buen trabajo, comprar un automóvil. En la película británica Trainspotting, el personaje interpretado por Ewan McGregor después de enumerar todo aquello que la sociedad contemporánea pide a los hombres de bien, se hace la pregunta clave: “¿Por qué estoy obligado a hacer todo eso?”. No es fácil convencerse de que posiblemente no se esté en el lado correcto; pero qué importa eso si se está en el único lado que vale la pena: el que nos pertenece. Qué importa no tener un peso en la bolsa (como aparenta ser nuestro destino) si descubrimos a Borodin y tenemos la sensación de que vale la pena haber nacido solamente para escuchar las danzas polovtsianas de El príncipe Igor.