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Amada

por Martha E. Sánchez
Puebla

Decía mi abuela Elu que peor que ser pobre es ser mujer. Y la verdad que sí. Soy mujer y, además, me llamo Amada. ¡Parece burla!

Acurrucada, insignificante bajo la raída cobija, Amada caía en un pesado sueño envuelta en sus más íntimos deseos que siempre alimentaba con la luz de su esperanza. La única luz que la ayudaba a sobrevivir en aquel poblado seco, árido y tan olvidado de Dios. En aquel hogar… seco, árido y tan olvidado de Dios…

     Aquí estoy, otra vez pensando en mi abue; echada en mi cama, toda adolorida porque los vecinos nos agarraron a pedradas a mí y a mis dos hermanitos solo por andar haciéndolos mensos y dizque quitándoles el pan de la boca. ¡Bah! Tanto escándalo por unos pútridos pesos que les estafamos. Yo sola me curé el chipotote y los raspones en las rodillas. ¡Uuy!, pero me duelen mucho los moretones. Ahorita, cuánto me hacen falta los angelitos de la guarda que cada año nos vienen a vacunar con sus uniformes tan blancos que parecen azucenas, pero ellas son mucho más bonitas porque sirven para algo, en cambio las flores nada más ahí están, oliendo bonito. Desde que las vi por primera vez, pensé… ¡quiero ser enfermera! ¿Por qué no? Ellas son prietitas, chatas y orejonas como yo, y seguro nacieron en un ‘inche pueblo como San Juan Sinagua.

     Decía mi abue que cuando se quiere ¡se puede!

     Ya cumplí los trece…, y no me dirán que no sé curar. Si hablaran los pájaros como los loros le dirían a todo el pueblo de tantos que cuidé con las patas o las alas rotas…, y no se diga de aquella lagartija tiesa, helada, que calenté toda la noche y luego, la ingrata, se me escapó. ¡Y Comino, aquel perrillo sarnoso y flaco que mi ‘apá corrió a palos porque lo mordió cuando me daba con el mecate. Lo bueno es que ya estaba sanito y coleando y empezaba a engordar. Ojalá y no vuelva, capaz que mi ‘apá lo mata, porque aquí, en este dizque hogar, no saca uno para sustos de tantos gritos y patadas…, de tanta hambre y sed.

     Aquí todo está podrido. ¡Jodido!

     Ya parece que me veo en el jacal el día en que nací… A solas yo y mi madre, como si el dar a luz fuera cosa entre ella y yo: más flaca y descriada que un chivito, sin un beso de bienvenida porque a mi ‘amá hasta el poder sentir y dar amor se lo habían quitado a punta de golpes y maldiciones: primero de niña, cuando también sus hermanos le daban, y luego…, la casaron a los doce para tener una boca menos que mantener y, en su nueva peorcita vida, mi ‘apá se la surtía bien y bonito. Por eso llegó el día en que ya ni siquiera estaba triste: solo miraba como a lo muy lejos y no decía nada…

    Y parece que me veo crecer pegada a sus pechos casi secos, de los que no me desprendían ni el fogón ni el echar tortillas, ni cuando lavaba en el canal. Solo las exigencias del borracho de mi padre, con sus guantones y sus palabrotas, me arrancaban de su calor, y entonces me hacía llorar el murmullo suplicante de ella:

     ¡Ñaaa! ¡Ñaaaa! ¡Cuidado, Nicanor, me la vas a aplastar! ¡Espérate! ¡Espérate!

    Y así nacieron mis dos hermanos, el Chino y Pepe, y un tercero que finalmente se murió de debilidad. Todavía tiemblo de dolor y muina cuando me acuerdo que con mis pocos años yo arropaba a mi hermanito con mi rebozo, mientras mi ‘amá se iba a vender mecates de ixtle que torcíamos en el jacal. Y un día…, lo estuve arrullando y diciéndole cositas al sentirlo tan callado y tan frío. ¿Por qué se morirá la gente? ¡Me cae que si yo ya hubiera sido enfermera, mi hermanito no se nos muere! Mis hermanos sufrieron conmigo y entre los tres tratamos de revivirlo. Sobre todo el Chino, siempre preocupado por mí, ayudándome, consolándome y hasta echándose la culpa cuando mi ‘apá me correteaba y nos pegaba a todos.

     A los meses, el difuntito se llevó con él a mi ‘amá, luego de tanto sufrir del pulmón. Yo le daba friegas de yerbas y tesitos pa’ la tos, pero mi ‘amá se murió tan callada y seriecita como siempre, con nosotros rodeándola, sin chillar, sin chistar. La vimos mirarnos como pidiendo perdón por irse para siempre. Luego llegaron los vecinos con la caja de palo, echaron bolas de naftalina y la envolvieron en un petate; pero el Chino y yo le tapamos los ojos al Pepe. Y ya no me acuerdo de nada más, solo del sabor a sal, a mocos, a mugre que me rezumaba de las manos.

     Venía a cuidarnos mi abuela Elu, a ratitos, y más nos hicimos a su modo, aprendiendo los números, las letras. Quién sabe de qué pueblo se la robó mi abuelo porque de eso no le gustaba hablar, pero ya de viejos bien que se lo traía a raya. Pero con mi ‘apá no podía, nunca pudo quitarlo de la borrachera, y solo decía:

     “Ayuden a su padre a torcer ixtle y en todo lo que puedan, porque hay que saberse ganar los frijoles, pero no se dejen pegar. ¡Hablando se entiende la gente!” “¡Sí, cómo no! ¡A ver quién puede hablar con un borracho mariguano macho machete!” A mí, mi papá me pegaba más, pero no me quejaba con la abuela porque sería como desear que les emparejara a mis hermanos. Pero me cacheteaba bien feo cuando me quedaba dormida torciendo los lazos que él se llevaba pa’ vender, pero seguido se gastaba la lana en alcohol.

     Siempre me viene a la cabeza mi abuela Elu, con quien aprendí a leer. Era una vieja corriosa, de esas mujeres cuerudas que aguantan de todo y se van haciendo lugar con una fusta, con una buena vara. ¡A varazos enseñó a mi abuelo a no golperla! Ella se cansó un día y se lo surtió dormido, pero luego lo enfrentaba: “¡Órale, cabrón!”… Esa era mi abue.

     Cuando andábamos pastoreando, yo le leía los pedazos de periódico en los que don Venus, el dueño de la tienda, envolvía la compra, y ella se carcajeaba de cada metida de pata. Pero también se reía de mis aciertos, y le saltaban las lágrimas mirándome orgullosa. Siempre decía: “Hija, agarra camino, ¡vete! ¿Ves donde está el anuncio de la parada del camión? Va pa’ Silo, y si no tienes pa’l pasaje, vete andando, pero vete… ¡vete!, pero antes consíguete una buena fusta”. Yo entonces era una cría, pero la escuchaba bien atenta, pensando en mi madre, entendiendo a medias que a mi ‘amá le habían quitado hasta las ganas de irse, de agarrar una vara, de ser, aunque fuera solo ser mujer…, y nuestra ‘amá.

     Un triste día nos avisaron que mi abue Elu se había muerto; y volvimos a ver el cajón de palo, a oler la naftalina, a pintar la cruz de ceniza en la tierra de su jacal, y a saborear la sal, los mocos y la mugre con aquel dolor tan fuerte de algo que se parecía al amor perdido.

    Esa noche con mis hermanos, solos en el jacal con el recuerdo de la abuela, nos juramos cuidarnos y defendernos de todo, hasta de la Muerte y, por Dios que sí, juntos vimos aparecerse a La Llorona, gritando su dolor como nosotros ya quisiéramos haber podido hacer.

     Por eso, y porque mi ‘apá seguía de briago, cuando mi tío Justo me ofreció unos cuartillos de frijol por ayudarle en su parcela hasta gusto me dio. Los tres nos íbamos bien temprano con un buen itacate de tortillas y un guaje de agua, y mis hermanos me ayudaban a lo parejo, aunque estaban bien chavos y a ratos se daban vuelo en el columpio que yo, como chango en rama, les ponía en el pirul.

     Pero pobre de mí cuando no iban porque amanecían con diarrea o con anginas. Luego luego, mi tío empezaba que si déjame tocarte tus chichitas, que si no sé qué cuántos, que te estás poniendo rechula a los ocho años, sobrina, ¡ándale! y te echo un buen más de frijol. Y yo, más flaca que un hilo, ¿cuáles chichitas?, pero me daba pavor su hocico apestando a puro alcohol y sus ojos de canica loca, y el machete en su faja, machete macho que golpea duro y mata… Pero más pánico me daba el otro macho machete que le colgaba entre las piernas. Y me le retorcía como gusano y corría y corría entre maldiciones y pedradas.

     Pasó la siembra, luego, la cosecha. Una y otra vez, y más entendía las palabras de mi difunta abuela, de quien había heredado no solo su vara sino su pensar en eso de que peor que ser pobre y muerta de hambre es ser mujer. Hasta don Venus me quiso meter mano, que si te doy dulces, que si un kilo bien pesadito de lo que quieras, pero yo me defendía con la vara, a mordidas o de una buena patada, y le enseñé que conmigo no se iba a poder, como ya lo sabía mi tío Justo y hasta los mulas vecinos atenidos a que mi ‘apá no volvía en días al jacal, pero aprendieron. “¡Escuincla loca! ¡Rata mugrosa y rabiosa ni que estuvieras tan buena!”

     Cuando me confesaba, porque allá íbamos toda la indiada a la iglesia, faltos de todo, con la tripa rezongando tras la campana resonando -pues ese domingo no había para el cine y ni siquiera para ver la novela en la tele del mula jijo del maiz de don Venus-, el curita me escuchaba y espulgaba bien mis tristes experiencias de hambre, de golpes, de abusos. “Encomiéndate a la Virgen”, decía, “ella está siempre contigo en tu jacal”. Yo retobaba: “¡Uy! ¡A la única que veo algunas noches es a la fantasma de la llorona, gritando, sollozando, aunque creo que si tuviera para manto y corona bien que pasaría por la tal virgencita que dice usted, y yo y muchas nos le andaríamos hincando pa’ pedirle un milagro!” El viejillo se enmuinaba hasta acalambrarse y me corría, sin importarle mi soledad. Yo llegué a pensar que peor que estar pobre muerta de hambre y ser mujer es, además, no tener ni perro que te ladre; pues me sentía más sola y con más miedo que nunca cuando el Chino me apretaba la mano y los dos me miraban con desolación.

     Me cae que el señor cura nos dio la idea que luego nos costó la buena “piedriza”: un amanecer, el Chino y el Pepe me encontraron como tonta junto al fogón, sin voltear las gordas que se quemaban.

—¿Qué traes?
—Miren…, ahí, en el rincón, ¿no ven como una cara que se está apareciendo?

     Mirábamos los tres el yeso y la manchota de humedad que crecía día a día. “¡Es la Virgencita Santa!”, fue el Pepe el primero en señalar. Nos miramos, la veíamos, nos volvíamos a mirar, y la verdad yo fui ayudando a la humedad, un poquito nomás, y luego fuimos por el pueblo, persignándonos y murmurando: “no le vayan a decir a nadie, júrenmelo, pero la Virgencita del rincón se está apareciendo en el jacal”.

     Y ya planeábamos lo que íbamos a cobrar, no mucho, claro, para dejar que los vecinos entraran a rezarle, a prenderle una vela o llevarle una flor a cambio de algún milagrito, porque nos latía que a la gente le sobran las ganas de creer; pero…, nos cayeron después de unos días en que pudimos comer como animalitos de engorda, y eso fue por el metiche del señor cura. Ni qué decir que nos agarraron a pedradas. Nos corretearon por las milpas y hasta nos iban a quemar el jacal, pero mi tío Justo llegó a tiempo y los corrió a puros machetazos y mentadas de madre.

     Yo, del susto, la bilis, la muina de ver el negocio roto, y por los raspones, moretones torceduras y un chipotote, tuve que quedarme unos días en cama. Ya tenía una semana que mi ‘apá no llegaba, y algunos decían que estaba tirado por el camino al ixtle, bien ahogado de borracho, y que no nos pasáramos de malos hijos y lo fuéramos a buscar. No movimos ni un dedo.

     Y hoy, mientras mis hermanos se han ido a vender los lazos, me quedé sola.

     Sueño que al fin me voy por el camino donde está el anuncio de la parada del camión. “¡No voy a buscar trabajo al llegar a Silo, voy a encontrar trabajo!”, me decía. Y sueño que soy enfermera y que no me había tocado guardia en la clínica-hospital de Silo. No sólo eso, sino que sueño que vivo con un buen hombre llamado Juan, mi prieto, quien, como en las novelas, dice mi nombre: “Amada “, escurriendo melcocha. ¡Hasta planeamos tener dos hijos!…

    De pronto, todo brinca, el mundo se hace pedazos. “¡Me voy a morir! ¡Está temblando!”. Y toda mi vida me pasa como un rayo. Pero, a mis trece años, como si se tratara de hijos paridos por mí, solo atino a gritar en medio de lo que creía un terremoto: “¡Chino! ¡Pepe! ¿‘Onde andan?”

     Quiero pararme pero no puedo. “¡Estoy inmovilizada por el peso de mi padre borracho, mariguano! ¡Nooooo!” Del susto, me entra un calambre estridente, las quijadas se me traban y no puedo gritar ese ¡nooo!, que estalla en mi ser. “¡Virgencita, ayúdame! ¡Llorona bendita, ampárame!” Y me retuerzo bajo las asquerosas manos que me urgan, me tocan, me lastiman. “¡Pégueme! ¡Máteme!, ¡pero déjeme ir!”

     Quiero gritar y solo chillo como pobre lechón amarrado y destazado en vivo, asfixiada por sus bufidos de animal en mi pescuezo mojado de baba asquerosa, y su machete, el otro, entre mis piernas… Creo escuchar los gritos de mis hermanos y los golpes de vara que le asestan. “¡Fuauuuu! ¡Cobarde! ¡Maldito! ¡Es su hija, cabrón, hijo de la chingada! ¡Es su hijaaaa! ¡Faaaap! ¡Déjela! ¡Suéltela!”

     No es un varazo lo que lo deja tirado, ¡es el tubazo que le pega el Pepe! Nos quedamos como santos en altar, sin ver, sin movernos, sin oír ni gritar, y nos agarramos de las manos y salimos del jacal corriendo sin parar.

—¿Estará muerto, tú?

—¡Yerba mala…! —dice el Chino con mirada de hombre grande que ya ha vivido mucho y que no le ha gustado nadita—.

—No, no felpó —dice el Pepe regresando de espiarlo—. Está dormidote, roncando, y les apuesto que no se va a acordar de nada.

—Vete, hermana, agarra camino —me dice el Chino poniéndome la vara de mi abuela Elu entre las manos—.

—Sí, mejor vete, manita —tercia el Pepe, con sus ojitos dulces de piloncillo requemado. Y se van al jacal por mis trapos—.

     Espero a mis hermanos, estremecida de terror, de dolor, de maldiciones que me rebullen en la barriga… Estallo en sollozos, en gritos y leperadas de esas que duelen. Me acurruco en unas piedras, medio escondidas del camino.

—No, no lo matamos y tiene para rato largo durmiendo la mona.

     No sé qué siento de tierno y doloroso cuando me dan el itacate, el guaje de agua y el atado con mi ropa.

—Vete, manita, ahí donde está el anuncio pasa el camión. Llévate esto pa’l pasaje.

     Caminamos juntos hasta el anuncio. No digo nada. No puedo poner en mi boca lo que siente mi corazón al escuchar las mismas palabras de la abuela Elu.

     Les doy la espalda, y aquí voy. Piso el camino con fuerza. Algo me apoyo en la vara y miro al frente cuando ya cae la tarde. Aprieto las monedas que me dieron mis hermanos, hasta que se me encajan, y me juro nunca jamás mirar atrás…

     Pero esta tarde se me empieza a descongelar el alma con el calor de la esperanza, y volteo y miro y remiro las dos figuras que se van haciendo chiquitas diciéndome adiós con los sombreros de ixtle, rotos, viejos, prendidos en el cielo que se llena de estrellas. ¡Seré enfermera aunque me agarre a varazos con la vida!

     No. No será fácil, lo requetesé. ¡Qué va! ¡Nada es fácil! Seguro el mundo está lleno de machos machetes…, de mulas, de lobos y hienas… ¡Pero también de buenas gentes como mi abuela y mis dos hermanos! Y como yo, ¡caramba! ¡Me cae que sí!