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El sueño del soñador

por Pedro Avendaño

No sabía cuándo había comenzado a interpretar los sueños de éste y del otro mundo. Recordaba vagamente las historias de abuelos contadas tantas veces de boca en boca. —Que hubo una guerra y que el abuelo había encontrado el remedio para ser infalible ante las balas —Que los guerreros de la comunidad buscaban su protección. —Que cuando comenzó la batalla, el abuelo fue el único que quedó herido, pero que gracias a sus remedios no le había sucedido ninguna desgracia a nadie. Que el abuelo fuera recordado en todas las reuniones de la comunidad lo hacía sentir un poco extraño, lo abrumaba a veces un peso y la sensación de destino inevitable que tarde o temprano lo llevaría a que otros le confiaran sus sueños para que él se los descifrara.

Imaginaba el mundo como una gran luna, no muy grande y con algunas manchas, caminaba a veces por esos territorios que eran como mares de sal, tomaba algunos terrones y se desvanecían entre los dedos dejando una estela blanca que demoraba en disiparse. Le gustaba estar allí flotando, divagando, disolviéndose como esos terrones luminosos de sal. Ahora pensaba en las manchas de la luna, recordaba que en su comunidad habían contado que alguna vez alguien limpió su cara en la luna para esconder una vergüenza, de allí las manchas que no se borraron nunca más. Él sospechaba que el origen de las manchas no estaba en la vergüenza del personaje, sino en un escondido misterio no resuelto todavía que admitía tantas interpretaciones como imaginación quedara en el mundo.

El abuelo le había cedido algunos muñecos de madera que había construido con sus manos, no se trataba de “ponis” o controladores de los demonios. Por el contrario, eran ayudas, le había dicho que los cuidara, que viajara con ellos, que los envolviera junto con sus propios sueños y que le ayudarían en su destino de interpretador. Ahí estaban ahora sobre la mesa, impasibles, herméticos, sudando los miles de olores a hiervas con que habían sido lavados y relavados para que tomaran las características curativas de cada planta, observados en una mezcla de reverencia y escondida sonrisa, a medio camino entre creer o relegarlos a las creencias populares.

Pero él sabía por qué los había traído. No era para que le ayudaran con los sueños de autos de ese hombre que sentado a su lado, intentaba traspasarle las imágenes con su media lengua en español. —¿Qué pensaría este alemán al que le había contestado con unas cuantas frases de cortesía? No quiso defraudarlo, pero la verdad es que sus sueños tenían que ver más con su necesidad de conversar que con encontrar un camino para adentrarse en sus sueños.

Mientras contestaba vagamente, sus muñecos le hicieron un pequeño gesto, imperceptible, sólo él lo había notado. Por eso los había traído, para que estando cerca de ella le ayudaran a llevarse algo de esos ojos que lo habían encantado desde que la había conocido. Nadie le había explicado cómo poner esa mirada en su mundo, cómo hacer que se quedara para siempre en sus sueños.

Él la recordaba desde hacía meses, pero no lograba retener esa mirada como le hubiera gustado, cuando estaba a punto de lograrlo, se despertaba y venía esa sensación de vacío, de pérdida, de soledad insalvable. Hubiera querido irse al Takarkuna para estar a salvo. Ahora los muñecos del abuelo, sin que nadie lo notara, trabajaban para que esa mirada, esos ojos formaran parte de su mundo y viajaran con él para siempre jamás.

Se fueron quedando solos, ya no se escuchaban las risas en los pasillos, él cantaba una lenta canción de su pueblo, el sueño venía, se confundía con sus manos, con sus ojos, atrapaba a sus pies, se extendía por todo su cuerpo; ya estaba caminando de nuevo por la luna, se deshacía en estelas blancas de luz y sentía que estaba alegre, que cantaba, que ya no tenía ningún peso encima, que podía soñar todos los sueños del mundo. El abuelo le sonreía desde un rincón y sus muñecos lo miraban con cara de complicidad. Se fue deshaciendo, abandonado como cuando era pequeño en brazos de su madre.

En la mañana no quedaba rastro de nadie; despertó, hizo su maleta y decidió escribirle una carta “Mi querida niña…”, el avión comenzaba su aterrizaje.